El mito del ‘Bitcoin verde’
La narrativa de que Bitcoin es en realidad un incentivo para lograr una transición hacia energías limpias y renovables no es más que humo.
Ayer Elon Musk, a través de Twitter, anunció que Tesla dejaría de aceptar pagos en Bitcoin, alegando el tremendo impacto ambiental de la criptomoneda, provocando el desplome en su precio y las iras de muchos inversores.
Las críticas al nefasto impacto medioambiental de Bitcoin no son algo nuevo. El minado de esta criptodivisa consume cantidades ingentes de energía para generar un activo que, a día de hoy, es puramente especulativo. Esto es algo que, con el planeta notando en la nuca el aliento de una crisis climática sin precedentes, queda, por decirlo suavemente, bastante feo.
Pero muchos inversores han metido muchísimo dinero en Bitcoin y, como Smaug en el Hobbit, harán lo que sea para protegerlo. Para justificar la incineración planetaria producto de su inversión grandes magnates como Jack Dorsey (creador de Twitter) han armado una narrativa que pretende convencernos que Bitcoin no solo es un desastre medioambiental, sino que podría incluso ser la solución. Así, afirman que Bitcoin incentiva la inversión en energías renovables, permitiendo optimizar la producción energética y llevándonos a todos a un futuro verde y sostenible gracias al invento de Satoshi.
Este argumentario es repetido verbatim por miles de criptofans cada vez que alguien saca a relucir las posibles consecuencias del minado sobre el medio ambiente. Solo hay un problema: que nada de esto es verdad.
Como siempre acaba pasando en estos casos, la realidad se empeña en desarmar la narrativa de quienes afirman las bondades de un futuro verde y sostenible de la mano de Bitcoin.
En las orillas del Lago Séneca, en el Upstate New York, hay una central eléctrica de gas natural funcionando las 24 horas del día. Pero esa central no ilumina ninguna casa ni alimenta ninguna máquina de ninguna fábrica. No.
La central solo funciona para minar Bitcoin.
La historia que cuenta Jessica McKenzie para @grist es la perfecta síntesis de como las promesas y argumentos de quienes defienden que Bitcoin puede ser el catalizador de un futuro sostenible no son sino más humo para defender su modelo de negocio:
La central eléctrica de Greenidge, que antaño funcionaba con carbón, cerró sus puertas en 2011 por la baja demanda energética de la zona. Clausurada (aparentemente) para siempre, la instalación iba a ser desmantelada hasta que apareció el fondo de inversión Atlas Holdings.
La compañía compró la central en 2014 para reconvertirla a gas natural, en principio para cubrir posibles picos de demanda, pero para 2019 (dos años después de entrar en funcionamiento) la instalación solo funcionaba para minar criptomoneda. En lugar de verter la energía en la red pública, la central funciona día y noche con el único objetivo de minado de Bitcoin, quemando gas natural, un combustible fósil que emite toneladas de CO2 a la atmósfera. De hecho, si en enero de 2020 las emisiones anuales de CO2 de la central eran de 28.300 toneladas, en diciembre de ese año las emisiones se habían disparado hasta las 243.000 toneladas.
Y para añadir más sal a la herida, la compañía planea expandirse añadiendo otros cuatro edificios a la central para minar más y más criptomoneda, como si no hubiese un mañana:
El impacto medioambiental no se queda sólo en las emisiones a la atmósfeta; la central usa millones de litros de agua del lago para mover las turbinas, que luego vuelve a verter pero mucho más caliente, poniendo así en peligro el ecosistema del lugar. No en vano el Lago Séneca se publicita como “la capital de la pesca de Trucha en el mundo”, una especie particularmente sensible a los cambios de temperatura del agua. Muchos pescadores afirman que las capturas han caído en picado.
Pero si pensáis que el caso de Greenidge es puntual o anecdótico, pensad otra vez. Atlas Holdings planea exportar este modelo de negocio a otras cinco centrales de su propiedad, y otros fondos de inversión han tomado nota y están haciendo lo propio. Por ejemplo, una compañía de criptominado llamada Digihost ya planea comprar una central de gas natural cerrada en el condado de Niágara, también en Nueva York, para hacer exáctamente lo mismo.
Y en Montana una compañía de criptomonedas se ha asociado con una planta de carbón que estaba a punto de cerrar por la baja demanda energética para minar Bitcoin:
Porque el carbón está en declive en Estados Unidos desde 2007, lo que significa que compañías de criptominado pueden invertir en estas centrales en desuso por poco dinero y sacar pingües beneficios pese a emitir gases de efecto invernadero a espuertas. Todo esto choca frontalmente con la retórica de quienes afirman que Bitcoin incentiva a los mineros a buscar fuentes de energía limpias y renovables. De hecho, lo que está pasando es justamente lo contrario.
Maldita realidad, empeñada en contradecir a los bitcoiners…
Respecto a Musk, no es que no supiese hasta el ayer que Bitcoin era una incineradora planetaria. Lo sabía perfectamente. Su inversión a principios de año en la criptomoneda suponía una huella de carbono equivalente a 1.8 millones de coches al año. Puesto en perspectiva, esto es más que todos los coches eléctricos que la compañía había puesto en circulación hasta la fecha.
Hasta hace menos de un mes, Musk suscribía la narrativa del Bitcoin verde. ¿A qué se debe este cambio de opinión? Quizá le hayan visitado tres fantasmas durante la noche. Quizá esté aprovechando su culto a la personalidad para manipular el mercado y hacerse más rico. O quizá tenga otras explicaciones más mundana:
Bitcoin es, y seguirá siendo, una máquina de contaminar, por mucho que quienes se hacen ricos a expensas de incinerar el planeta traten de convencernos de lo contrario. Ahí están las pruebas.